UN FINAL A LA ALTURA PARA LOS 11 GUARDIAS NAZIS MÁS BRUTALES DE LA HISTORIA: Los últimos momentos agonizantes y aterradores de los guardias SS de Stutthof – Los tacones de hierro que hicieron temblar a innumerables víctimas inocentes.

UN FINAL A LA ALTURA PARA LOS 11 GUARDIAS NAZIS MÁS BRUTALES DE LA HISTORIA: Los últimos momentos agonizantes y aterradores de los guardias SS de Stutthof – Los tacones de hierro que hicieron temblar a innumerables víctimas inocentes

En el campo de concentración de Stutthof, al este de Danzig, los tacones de hierro de las botas SS resonaban como sentencia de muerte. Entre 1939 y 1945, más de 110.000 personas pasaron por sus alambradas. Al menos 65.000 nunca salieron vivas.

Once guardianes destacaron por su sadismo extremo: Jenny-Wanda Barkmann, Elisabeth Becker, Gerda Steinhoff, Ewa Paradies, Erna Beilhardt, Kapo Paul Knötel y los hombres Johann Pauls, Fritz Peters, Erich Gust, Karl Zurell y Hans Jacobi. Sus nombres aún provocan escalofríos.

Jenny-Wanda Barkmann, de 23 años, era conocida como “la bella bestia”. Alta, rubia, siempre impecable. Seleccionaba personalmente a las prisioneras para las cámaras de gas y golpeaba con su fusta hasta desfigurarle el rostro a quien osara mirarla.

Elisabeth Becker, de 22 años, disfrutaba azotando a mujeres desnudas en la Appellplatz hasta que caían inconscientes. Reía mientras las obligaba a lamer la sangre del suelo. Su voz aguda quedó grabada en la memoria de los supervivientes.

Gerda Steinhoff, jefa de bloque, obligaba a las prisioneras a permanecer horas de rodillas sobre grava ardiente. Si alguna se movía, la pateaba con sus botas de tacón de hierro hasta romperle las costillas.

Ewa Paradies tenía una técnica particular: hacía formar a las prisioneras en fila y las golpeaba en la nuca con una porra de madera. “Para que aprendan a agachar la cabeza”, decía sonriendo.

Johann Pauls, el “verdugo de las letrinas”, obligaba a los prisioneros a sumergir la cabeza en excrementos hasta ahogarlos. Su risa gutural acompañaba cada muerte lenta.

Los once fueron capturados entre mayo y junio de 1945 por tropas polacas y británicas. El juicio comenzó el 25 de abril de 1946 en Gdansk. Duró apenas dos meses. Las pruebas eran abrumadoras.

Cientos de supervivientes declararon. Mostraron cicatrices, describieron torturas, identificaron a sus verdugos en la sala. Barkmann intentó justificar: “Solo cumplía órdenes”. El tribunal no aceptó la excusa.

El 4 de julio de 1946, los once fueron condenados a muerte por ahorcamiento público. La sentencia se ejecutaría en Biskupia Górka, la colina visible desde Stutthof. Querían que los antiguos prisioneros vieran justicia.

El día era soleado, 4 de julio. Miles de personas se congregaron. Muchos eran ex-prisioneros. Algunos lloraban, otros permanecían en silencio. Los once llegaron en camiones descubiertos, con las manos atadas.

Primero subieron las cinco mujeres. Barkmann intentó mantener la compostura, pero temblaba. Cuando le pusieron la soga, gritó: “¡Esto es un asesinato!”. Sus tacones de hierro resonaron una última vez en la plataforma.

Elisabeth Becker lloriqueaba: “Tengo solo 23 años…”. Gerda Steinhoff maldijo en alemán hasta el final. Ewa Paradies escupió al verdugo. Erna Beilhardt se desmayó y tuvieron que subirla inconsciente.

A las 9:17 cayó la trampilla. Cinco cuerpos se balancearon al unísono. La multitud guardó silencio. Algunos ex-prisioneros cerraron los ojos; habían esperado este momento durante años.

Luego los hombres. Johann Pauls intentó correr cuando le pusieron la soga; lo sujetaron entre cuatro soldados. Fritz Peters lloraba como niño. Erich Gust gritó “Heil Hitler” antes de que le taparan la boca.

El último fue Hans Jacobi. Miró hacia el horizonte, donde se veía el humo lejano de Stutthof. Murmuró algo inaudible. A las 10:43 terminó todo. Once cuerpos colgaban inmóviles bajo el sol de julio.

Los cadáveres permanecieron expuestos cuatro horas. Los ex-prisioneros pasaron uno a uno. Algunos escupieron, otros simplemente miraron. Una anciana judía polaca susurró: “Que nunca encuentren paz”.

Las fotos de aquel día circularon por Europa. Los tacones de hierro que aterrorizaron a miles quedaron colgando de los tobillos inertes de Barkmann. El símbolo perfecto del fin.

Hoy, en el Museo Stutthof, se conserva uno de esos pares de botas. Los visitantes se detienen en silencio. El eco de aquellos tacones sigue resonando, pero ya no provoca miedo: provoca memoria.

Porque aquellos once recibieron exactamente el final que merecían: el mismo terror lento y público que infligieron durante años. La justicia, aunque tardía, llegó con la misma crudeza que ellos usaron.

Y en Biskupia Górka, cuando sopla el viento del Báltico, algunos dicen que aún se oyen tacones de hierro… pero ya no caminan: se balancean.

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