En 2005, La Mina Negra, en el corazón de Zacatecas, vivía a la sombra de una tragedia que había marcado generaciones. Cincuenta años antes, en 1955, la Minera del Sol Negro, propiedad de la influyente familia Montenegro, sufrió un golpe devastador. Veintitrés hombres bajaron a su turno en la mina y nunca regresaron. La versión oficial, arraigada en la memoria colectiva, fue la de un colapso catastrófico que los sepultó bajo toneladas de roca. Se dijo que la recuperación era imposible.
La mina fue sellada definitivamente. La empresa, bajo el liderazgo del temido Don Ricardo Montenegro, pagó a las familias una modesta compensación, y la ciudad aprendió a vivir con su duelo.
Esta historia llegó a un abrupto final una mañana de jueves, cuando tres jóvenes locales, Javier Bravo, Esteban Hoffman y Mateo Kelly, decidieron entrar por pura curiosidad en la mina abandonada.
Armados con linternas y la cámara digital de Javier, los jóvenes se colaron por una grieta en el sellado de concreto. Esperaban encontrar herramientas oxidadas y vagones de tren volcados, reliquias de la próspera industria minera de plata de la región. Pero lo que hallaron en el tercer nivel no figuraba en ningún plano: una gruesa puerta de acero, cerrada desde fuera. Tras forzarla, los haces de sus linternas revelaron una imagen espantosa.
No era un túnel colapsado. Era una cámara de concreto, un búnker. Dentro había 23 camastros atornillados al suelo, cubos que servían de letrinas, y las paredes cubiertas de arañazos. Cientos de marcas, agrupadas en sets de siete. Javier las contó: 147. Veintiuna semanas. Casi cinco meses.
Los 23 mineros no murieron en segundos. Fueron encerrados y abandonados allí para morir, mientras sus familias rezaban por sus almas en la superficie.
Las fotografías de Javier lo cambiarían todo. Mostraban cajas con excedentes de alimentos gubernamentales de enero y febrero de 1956, meses después del “colapso”. Y mostraban los mensajes grabados en el concreto con desesperación palpable: “Walter Herrera, dile a mi esposa que lo sabían”. “Radiación en el nivel 9”. “Minera del Sol Negro lo sabe. El médico lo sabe. Somos pruebas que quieren encubrir”.
Los jóvenes traumatizados llevaron la cámara al comandante Roy Suárez. Suárez reconoció de inmediato el nombre de Walter Herrera. Su nieto, David Herrera, un conocido constructor, aún vivía en la ciudad. Lo que comenzó como una entrada ilegal se convirtió rápidamente en una investigación de homicidio masivo que sacudiría el poder en México.
David Herrera reaccionó con furia contenida. La noticia de que su abuelo no murió como minero, sino “fijado” como un animal, lo golpeó como un rayo. Las investigaciones policiales llevaron rápidamente a un hombre: Arturo Valles, de 87 años, el único minero de ese turno que se reportó enfermo ese día.
Rodeado de los fantasmas de 23 hombres en su sala, cuyas fotos cubrían las paredes como un santuario de culpa, Arturo confesó. El 27 de octubre de 1955, el equipo del nivel 9 no encontró plata, sino “yellowcake”, mineral de uranio. La Guerra Fría estaba en su apogeo, y el uranio ilegal, vendido secretamente a potencias extranjeras, valía una fortuna. Pero los hombres ya habían estado expuestos semanas sin protección a la radiación. El Dr. Ernesto Velasco, médico de la empresa, confirmó niveles letales de radiación que habrían obligado al cierre de la mina y una investigación federal.
Don Ricardo Montenegro actuó con la crueldad de un cacique local. El “colapso” fue una farsa: se detonó dinamita en un pozo vacío. Los 23 mineros fueron llevados a la cámara tipo búnker, donde les dijeron que era una cuarentena temporal por su propia seguridad. Arturo Valles, padre de esposa y dos hijos, aceptó dinero de sangre para callar. El Dr. Velasco, que se opuso al acuerdo, “murió” tres semanas después en un supuesto accidente automovilístico.
La confesión de Arturo incluyó otro nombre: Tomás Montenegro, hijo de Don Ricardo, ahora de 75 años, que vivía en la hacienda familiar. Según Arturo, fue Tomás quien, en abril de 1956, harto de los costos de mantener a los “muertos”, propuso simplemente cortar los suministros de comida.
David Herrera fue a la hacienda, no como investigador, sino como nieto de un asesinado. El enfrentamiento fue silencioso, pero devastador. Tomás Montenegro, atormentado por la culpa durante 50 años, colapsó. No solo confesó, sino que entregó la prueba final: el diario privado de su padre, Don Ricardo.
El diario describía el “protocolo de contención” con frialdad sociopática. Don Ricardo nunca nombró a los hombres; los llamó “sujetos”, “pruebas” o “pasivos”. El diario confirmó que Tomás propuso cortar la comida para “impresionar” a su padre, un acto que lamentó cada noche durante medio siglo.
Tomás reveló atrocidades aún peores. La empresa vigiló durante décadas a los hijos de los mineros, incluido el padre de David, para registrar los efectos de la radiación a la que fueron expuestos cuando, en una “misión secreta”, los llevaron a la mina para enviar cartas a sus padres. También entregó el anillo de bodas de Walter Herrera y su reloj, detenido a las 2:17, el momento en que Tomás estimó la muerte del último hombre.
La mina se convirtió en escena del crimen federal. Fuerzas especiales de materiales peligrosos entraron en la cámara y recuperaron el cuerpo de Haroldo Téllez, el primero en morir. Pero ¿dónde estaban los otros 22? Tomás Montenegro dio la respuesta: un radar de suelo detectó una fosa común en la propiedad de los Montenegro, justo detrás de la casa de la piscina, bajo el fundamento de concreto que David Herrera había construido dos años antes.
Las excavaciones desenterraron 22 esqueletos. El examen forense en la capital reveló la verdadera magnitud de sus agonías finales. La Dra. Sara Chen encontró marcas de mordidas humanas en los huesos de sus dedos. En su desesperación por hambre, se comieron sus propias manos.
El mayor horror estaba en Walter Herrera. Sabiendo que sus cuerpos podrían ser incinerados o destruidos, Herrera escribió una última declaración en un papel diminuto, lo metió en un frasco de pastillas y lo tragó. Murió con la verdad en la garganta. El papel, desenvuelto 50 años después, nombró a sus asesinos: Ricardo y Tomás Montenegro, y confirmó que Arturo Valles fue sobornado.
La historia, ya una tragedia nacional, estaba lejos de terminar. La cobertura mediática atrajo a más familias: mineros “desaparecidos” en 1943, 1947 y 1951. Los investigadores volvieron a los archivos Montenegro y encontraron más libros contables y protocolos de encubrimiento. Descubrieron que el padre de Arturo Valles también estuvo involucrado en encubrimientos anteriores.
El radar detectó tres fosas comunes más. El número de víctimas subió de 23 a 71.
Pero había un secreto aún más oscuro, que recordaba los capítulos más negros de la historia mexicana. Arturo Valles reveló que su propio hijo Roberto trabajó para Tomás Montenegro en los años 80. Llevó a David y Javier a otra cámara, moderna, construida en los 70. Aquí seis hombres fueron retenidos: no mineros, sino inspectores estatales, denunciantes y testigos, incluido Dennis Patterson, el guardia que en 1955, atormentado por la culpa, lloró al repartir comida a los mineros. Estos seis no murieron de hambre; fueron tratados como “desaparecidos”, sometidos a experimentos y sus cuerpos disueltos en ácido. El médico que lo supervisó: Dr. Miguel Bravo, abuelo de Javier Bravo, el chico que descubrió la cámara original.
El último cuerpo fue encontrado solo: Dr. Ernesto Velasco, el médico de 1955. No murió en un accidente. Don Ricardo le disparó y lo dejó morir en una celda individual como “castigo por su conciencia”. El número final de víctimas fue 78.
La conspiración colapsó, revelando impunidad total. Salió a la luz que el gobierno de EE.UU., a través de un coronel (padre de un senador actual), sabía del comercio ilegal de uranio. El propio primo de David Herrera, un juez federal llamado Horacio Herrera, había aceptado sobornos de Montenegro durante décadas para desestimar cualquier demanda contra la mina.

Para los 78 hombres se celebró un gran funeral. Durante el funeral, Tomás Montenegro “escapó”. Pero no huyó. Condujo a la mina, sabiendo que tenía cáncer terminal. Cuando David lo encontró, Montenegro le entregó una última caja. Contenía cintas de audio. Grabaciones de presidentes, generales y jueces, todos cómplices. “Tu abuelo me juró decir la verdad”, dijo Tomás, recordando la noche en que regresó secretamente para darle agua a Walter Herrera y quedarse con él hasta su muerte. “Han pasado 50 años, pero cumplo mi promesa”. Tomás Montenegro murió esa noche en su celda.
La Mina Negra está sellada para siempre, pero ahora lleva una placa conmemorativa con 78 nombres. Javier Bravo se convirtió en fotoperiodista de investigación y destapó corrupción corporativa. David Herrera se dedicó a la seguridad laboral. El horror de Zacatecas demostró que la verdad, por más profundo que la entierre una élite corrupta, siempre sale a la luz. A veces solo hacen falta 50 años y tres jóvenes con una cámara.